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Soy adicta a las pastillas, a cualquier tipo. No me importa si estoy feliz o triste.
De vez en cuando ingiero una aspirina, un alplax, lo que esté más cerca.
No como. Me gusta ayunar. Me gusta tomar agua, mucha agua. 
Cuando los demás usan remera y short, yo además uso medias y camperas. Hace dos mañanas que vengo queriendo no levantarme de la cama, hace dos días que hace mucho frío, frío insoportable, que me hace temblar.
Cuando como, lo hago obligadamente. O por necesidad. Hay pocas cosas que como por placer: las pizzas caseras que hace mi hermano, que tiene aires de chef, o las Pepitos.
Pero hace tiempo que mi hermano no me cocina o que no piso un kiosco para comprar galletitas.
Cuando me obligan a comer, no sólo como poco, sino que además vomito.
Y cuando me enojo, me muerdo, me tiro del pelo, me pellizco, me corto. No me gusta hacerlo, de hecho, tengo una pelotita anti estrés que suelo apretar muy fuerte en esos casos.
Aumenté un kilo. Mi peso más bajo fue 51,900 (que es lo mismo que 52). A veces tomaba laxantes, pero no me hacen bien, sólo me deshinchan un poco, nada más.
Aprendí mucho de la vida en este último tiempo. Y una de las cosas más importantes, es que cada uno es feliz a su manera. A mí me hace feliz ser flaca, aunque quisiera bajar más de peso. Me hace feliz tener metas, contar calorías, guardar las golosinas que me regalan en una cajita, me hace feliz que la ropa no me entre (y tenga que comprarme un talle más chico), me hace feliz ver números restándose en la balanza.
Y supongo que si aprendí es porque crecí. Y ya no me duele crecer. Se siente como aire entre los huesos, ustedes saben.